sábado, abril 02, 2005

Caballero, si a Francia ides, por Gaiferos preguntad.



¿No ven aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra?


A M. de Cervantes le correspondió vivir en una época llena de genios; buscar un hueco al sol entre aquella pléyade de Lope de Vegas, Quevedos, Góngoras era muy trabajoso y harto difícil. En el teatro también M. de Cervantes buscó hacer valer su estrella; sin embargo, el vulgo siguió la estela de quién más concesiones le hacía, de quien perseguía el éxito fácil.

A pesar de ello, M. de Cervantes derrama la magia del teatro en sus obras en prosa. Sería difícil imaginar la naturalidad de los diálogos entre el caballero y el escudero sin la capacidad de sugerir a través de la puesta en escena, o la adecuación de los diálogos a cada personaje y situación, o el trasfondo emocional de una duda, de deseo.

Hemos elegido para apreciar esta vena de autor cómico del M. de Cervantes un fragmento de la Segunda Parte, el retablo de maese Pedro. Es un clásico. De todas formas, la novedad está en que no tenemos escenario, no tenemos vestuario; sólo nos queda la palabra. Sólo con palabras. Más difícil todavía.

Tú eres el muchacho mozo que acompaña a maese Pedro; en ti esta la capacidad de hacer que la clase, o que la Biblioteca Escolar, sea un retablo en el que Gaiferos consigue la libertad de Melisendra

. Ya lo decía el monstruo de los ingenios, si tú te transformas al contar la historia, transformarás al auditorio. Ayúdate para ello de dos amigos: uno en el papel de don Quijote, y otro, en el de maese.


[...] Callaron todos, tirios y troyanos, quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo:

-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí como está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:

Jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.

Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y cetro en las manos es el emperador, Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar con el cetro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo:

«Harto os he dicho; miradlo.»

Miren vuesas mercedes también como el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo pide prestada su espada Durindana, y como don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con esto se entra a armar para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería, y aquella dama que en aquel balcón parece vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás.

¿No ven aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad con chilladores delante y envaramiento detrás; y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba y estése», como entre nosotros.
-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles.
-Yo lo haré así -respondió el muchacho, y prosiguió, diciendo-: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:

Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad;

los cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más ahora, que vemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del faldellín de unos de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades; pues llega don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados tornan de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los de Néstor sean, que os quedan de la vida!
Aquí alzo otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
-Llaneza, muchacho, no te encumbres; que toda afectación es mala!
No respondió nada el intérprete; antes prosigió diciendo.
-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas, que en todas las torres de las mezquitas suenan.
-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-. En esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar, y dijo:
-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí casi de ordinario mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiere represente más impropiedades que tiene átomos el sol.
Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes; cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mesmo caballo, que sería un horrendo espectáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo:
-No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán.
Daba voces maese Pedro, diciendo:
-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. Mire, ¡pecador de mí, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda!”

II, 26


Habrás experimentado como el personaje muchacho se reivindica a sí mismo, reivindica su capacidad y libertad creativas; se salta el guión en definitiva. El desarrollo de este conflicto entre respetar el texto y enriquecerlo también lo puedes experimentar tú. Tómate la licencia y cuanta la historia de Gaiferos y Melisendra con los vericuetos que creas conveniente mientras te diviertes y diviertes a tus compañeros. Posted by Hello

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